La cultura del castigo

Castigar para mostrar las consecuencias de una mala acción ha sido metido en nuestro ADN cultural a través de generaciones.

Nos han enseñado que para diferenciar el bien y el mal hemos de sufrir las consecuencias de nuestros actos.

“Quien bien te quiere te hará llorar” nos han repetido.

¿Pero es lógico hacer daño como respuesta a una acción que consideramos negativa? ¿Es ese el mensaje que queremos enviar? ¿Es efectivo al menos?

Bueno pues las expertas y la experiencia nos dice que lejos de solucionar el problema, lo que suele ocurrir al ejercer el castigo es que ante el dolor de este, la criatura olvida por completo el acto por el que ha sido castigado y se centra en ese momento en el que está sufriendo. Por tanto solo conseguimos que se paralice, huya o que incluso esa mala conducta se intensifique.

Durante el castigo se liberan grandes dosis de adrenalina y cortisol, lo que incita a la acción e impide pensar, motivo por el cual el castigo invita ciegamente a la venganza. Por tanto ese estado no invita a la reflexión.

¿Queremos de verdad educar en el miedo a la consecuencia o queremos que la criatura adquiera herramientas y confianza para comunicarnos de igual a igual y solucionar los problemas juntas?

Erradicar el castigo como forma de educación es muy difícil precisamente por haberse convertido en lo normativo tanto en casas como en centros educativos.

Como madres y padres tenemos el deber de desaprender para volver a replantearnos las relaciones que queremos establecer con nuestras criaturas, reconocer humildemente nuestros errores y buscar la manera más cómoda para que ambas partes puedan entenderse desde la igualdad de derechos y con confianza.

¿Vosotras qué hacéis en estos casos?



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